Cuando se pasa mucho tiempo sin escribir los dedos se oxidan, como las teclas de una vieja máquina de escribir. Las ideas y las formas nunca se van pero el vehículo para trasladarlas suele averiarse y necesita mantenimiento, dejarlas salir se hace complicado. Cuando se escribe, se quiere expresar algo, exorcizar los demonios, aligerar las penas, contar una historia, un sueño, hacer una crítica o compartir tu mundo interior ese en el que habitan las ideas.
Hace poco me encontré con un viejo amigo de la familia en una de esas protocolares reuniones a las que se debe asistir por compromiso y me preguntó: - "¿Cómo están sus poemas? ¿ha seguido escribiendo?"-.
No, no he vuelto a escribir en mucho tiempo, ni en las servilletas, ni en mi moleskine, ni en mi blog. Hace tiempo que las ideas están encerradas, yo junto a ellas, entregada a un proceso de interiorización bastante prolongado, para conocerme mejor no sé si con la firme intención de aceptarme o con la dudosa tarea de cambiar lo que no me gusta o siento que no está bien.
- "¿Cómo que no ha escrito más? recuerdo incluso sus poemas de cuando era una muchachita, siempre me gustó leerla, vamos no lo deje a un lado eso es algo digno de cultivar para toda la vida"-
Sus palabras me pusieron a pensar. A pesar de seguir siendo una persona muy crítica ya no siento esa necesidad, tan familiar en otros tiempos, de decir lo que siento a cada paso. Estoy encerrada en mi mundo y ahora cuestionándome si el encierro que comenzó como una interiorización se ha transformado en una especie de autocensura. Entonces comparto la carga y reparto una parte de la culpa a esta ciudad en la que vivo, su violencia me está llevando de los tonos grises a un negro absoluto. Pienso demasiado y estoy cansada.
Leí por ahí que la tristeza es adictiva. La soledad también, debo agregar, es un peligroso gusto adquirido.
Un paso a la vez, dicen. Hoy he vuelto a escribir, mañana será otro día.